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El aire de la brisa marina llegó en aquella calurosa noche de Agosto malagueño hasta el Barrio de la Trinidad y mezclado con el perfume de la dama de noche y los jazmines, pareció celebrar el que Encarnación abriera por fin la puerta a Serafín
Tras varios meses de acoso, por fin se materializó la conquista y la joven y guapa viuda reconoció que se había enamorado. Lo más difícil fue reconocérselo ella misma. Luego, darle el sí a él. Pero aún estaba lejos de reconocerlo públicamente.
Después de todo, su primer matrimonio había sido un arreglo familiar. El difunto tenía casi treinta años más que ella. Pero era un hombre formal y con posibles y eso pesó mucho a la hora de conseguir el beneplácito de la familia.
--Pero yo no le quiero.
--No digas tonterías. Yo tampoco quería a tu tío cuando me casé con él. El cariño lo da el roce. Dentro de unos meses ya verás como empiezas a quererle. No seas tonta. Vas a vivir como una reina.
Luego resultó que el difunto, a más de formal y rico era un tacaño de primera categoría y Encarnación siguió viviendo en el corralón de la Calle del Carril: sala y alcoba, cocina en el patio y excusado compartido con todos los vecinos de la corrala. Eso no era lo que ella entendía por vivir como una reina, pero tampoco había conocido otra cosa desde pequeña, así que no resultó un problema importante. Por lo demás, el difunto efectivamente era hombre formal, nunca se emborrachó ni se buscó una pelandrusca. Con su edad, ese tipo de recreos suelen resultar demasiado caros y él prefería ver crecer su libreta de ahorros en el Banco Hispano Americano. Si de la convivencia no nació el cariño, al menos sí el respeto. Y Encarnita seguía esperando ese momento de sentirse enamorada de él. Pero un par de años después, unas fiebres tercianas se complicaron con un dolor de costado y el marido terminó en el cementerio del Batatal.
Se fue al otro barrio dejándose en éste una viuda joven e insatisfecha y una libreta de ahorros en el Banco Hispano Americano. Probablemente, al hacer las maletas, lo segundo le dolió mucho más que lo primero.
Y apareció Serafín. Trabajaba como mecánico en un taller de bicicletas de calle Sevilla. Era un muchacho guapo, siempre bien vestido y limpio, bien peinado y afeitado A Encarna le gustó desde el primer momento pero “el qué dirán” pesó mucho y durante varios meses le estuvo dando calabazas.
La constancia de Serafín dio por fin sus frutos. Al muchacho no le faltaba labia ni salero y, poco a poco, encuentro a encuentro, fue minando los cimientos de la fortaleza. Ella se fue acostumbrando al pretendiente y, cuando lo encontraba en calle Trinidad o en el mercado del Campillo, se alegraba de verle. Sin mirarlo siquiera, (qué podía pensar la gente) retenía el paso para que él se pusiera a su vera y le regalara el oído con sus flores y dichos. Luego se volvía muy seria y le decía:
--¿Quiere usted hacer el favor de retirarse y dejarme en paz? Ya le he dicho muchas veces que no quiero palique con usted.
--Ya sé que me lo has dicho, bienjecha. No se me olvida. Y cada vez me has dejado una punzada en el corazón. Pero esos ojos color turquesa me dicen otra cosa. Y seguiré diciéndote lo que me gustas, que no se puede aguantar lo guapa que eres. ¿Qué quieres? ¿Qué no te mire? Si no lo puedo remediar. Si los ojos se me van solos a esa cara dibujá por los angelitos del cielo, a ese pelo encaracolao y a ese cuerpo de pan de azúcar.
Y tanto piropo dio al fin su fruto y un día feliz ella le dijo:
--Pesao, que es usted más pesao que una vaca en brazos. Podía usted esperar al menos a que me quite el luto. O quiere usted que me coja de su brazo vestida todavía de negro.
--Yo espero lo que tenga que esperar y paso por lo que tenga que pasar, pero quiéreme un poquito. Y déjame que yo te quiera con toda mi alma.
El luto por un marido duraba siete años, los dos primeros con velo. Pero cuando iba todavía por el tercero, Encarna ya no entendía por qué tenía que guardarle tanto miramiento a un difunto que en los dos años de convivencia nunca le había dicho una frase cariñosa; hasta para eso había sido tacaño. Y un día volviendo con un botijo de agua fresca que había llenado en la fuente de la Plazuela de Montes se lo encontró saliendo de la calle Churruca.
--Bienplantá, ¿le quedan mucho a esos lutos? Mira que me estoy muriendo de ganas de verte y eso tiene que sé pecao mortá. Que me parece muy bien guardarle su sitio al marido, pero si ya se ha ido al cielo y ha dejado la silla vacía ¿Qué tiene de malo que me siente yo? Y si no me crees pregúntale a D. José el cura de San Pablo y verás como me da la razón. Bienjecha, más que bienjecha. Que cuando me acuerdo de ti hasta las manos me tiemblan y ayer me pille el dedo con la llave inglesa y mira como lo tengo.
--Y ahora me pongo yo a mirarle a usted el dedo en mitad de calle Trinidad para que todo el mundo me vea y salga en todos los periódicos.
--Pues ábreme la puerta esta noche y te lo enseño cuando no nos vea nadie.
--Eso no se lo cree usted ni jarto de vino.
--Pero si yo no bebo, cara de ángel.
Serafín que era hombre de recursos tuvo una idea.
--Y si yo me las arreglo para ir a verte sin que nadie nos vea, ¿Me abres la puerta?
--No sé como no nos van a ver.
--Pues vistiéndome de pantasma. A las diez estoy en tu casa tocando en la ventana. Pero no te asustes cuando me veas.
Cuando llegó la noche, Serafín abrió un par de agujeros en una olla vieja, puso dentro un cabo de vela encendido. Se colocó el invento sobre la cabeza, luego se cubrió con una sábana y se echó a la calle.
Efectivamente. Todos salían corriendo cuando le veían y si alguna vecinuca curiosa se quedaba mirando, él se le paraba delante, abría un poco los brazos y roncaba.
--Onnnggggg. Onnnggggg. Onnnggggg.
A lo que ella cerraba la ventana de un golpe.
Así llegó a la calle del Carril, tocó en la ventana. Ella abrió la puerta para que él le enseñara el dedo amoratado por el pellizco de la llave inglesa. Pero, ya una vez dentro, sin sábana y sin testigos de vista, ella dejó de hablarle de usted y el, llevado por sus impulsos juveniles, le descubrió todo un mundo de fantasías sexuales que el difunto ni siquiera había sido capaz de imaginar.
La historia continuó durante unos meses. Todo el barrio hablaba de la pantasma de la calle del Carril. Hasta el periódico lo mencionó. Todos temían a la pantasma y al mismo tiempo se morían de ganas de saber la verdad. Pantasmas no hay, eso se sabía, entonces qué era esa sábana con ojos relucientes que regularmente flotaba por el barrio. Las vecinas de la calle del Carril dejaban una rendija al cerrar los postigos de las ventanas y, muertas de miedo, vigilaban el paso de la sabana y los fuegos fatuos. Y sabían que la procesión siempre terminaba en el mismo sitio. Llegaba a la ventana de la Encarna, tocaba con los nudillos, la puerta se abría y la sabana, con un revuelo, entraba para que la puerta se cerrara. De madrugada, el desfile se repetía a la inversa y la pantasma desaparecía hasta la semana siguiente.
Pero, ¿quién era la pantasma?
Algunos afirmaban rotundamente que la Encarna se había echado un amante. Otros aseguraban que era el espíritu del difunto que venía a vigilarla para que no se colara por su casa ese mecánico de calle Sevilla que tanto se paraba a hablar con ella.
La vecina de arriba, Juana la del balcón, tenía un hijo que, visitando una casa de mujeres había disputado con otro cliente la prioridad para acostarse con una de las niñas. La discusión fue a más y se dirimió a navajazos. El hijo de Juana terminó buscando refugio en el Tercio y el otro en el Hospital Civil.
En una visita a su madre, se enteró de la historia fantasmal y diciendo que un legionario no le temía ni a las pantasmas, buscó el momento de encontrársela para descubrir el pastel. Dado que su madre era vecina de Encarnación, no le fue difícil. Una noche coincidieron en la visita, uno a la madre, el otro a la amante. Le esperó en la calle. De un tirón cayeron al suelo sábana y olla.
Serafín se vio delatado por un tipo mal encarado, que llevaba los brazos tatuados y una navaja en la mano. Decidió que prefería correr mientras estuviera entero. Se puso a salvo de las furias del hijo de Juana la del balcón, pero, al caer la sábana, también Encarnación había quedado al descubierto. Serafín dio la cara como el hombre formal que era y, antes de que se cumplieran los lutos, se celebró la boda en la parroquia de San Pablo.
En su segundo matrimonio, Encarnación no tuvo que esperar para enamorarse. No sabemos que pensaría el difunto cuando viera a su mujer paseando del brazo del mecánico; pero seguro que le supo mucho peor el que los dos juntos disfrutaran el saldo de la libreta de ahorros del Banco Hispano Americano. Cuando salían a pasear, las vecinas del barrio decían:
--Mírala, ahí va la Encarna con su pantasma. ¿Cómo qué pantasma? Po la pantasma de la calle el Carril. No me digas que no sabes la historia Po ahora mismito yo te la voy a contar.
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